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Charles Le Gai Eaton, ex diplomático británico (parte 3 de 6)
De Charterhouse me fui a Cambridge, donde dejé mis estudios oficiales, que me parecían triviales y aburridos, a favor del único estudio que importaba. El año era 1939. La guerra había estallado justo antes que fuera a la universidad, y en el lapso de dos años, estaría en el ejército. Parecía que, después de todo, los alemanes tendrían éxito en matarme, como siempre pensé que harían. Tenía poco tiempo para responder las preguntas que aún me obsesionaban, pero esto no me llevó a ninguna religión organizada. Como todos mis amigos, desdeñaba las iglesias y a todos los que le rezaban a un Dios que no conocían, pero pronto me vi obligado a moderar esta hostilidad. Recuerdo claramente la escena después de más de medio siglo. Me quedé con unos amigos tomando café después de la cena en el Salón del Colegio Real. La conversación giró en torno a la religión. A la cabeza de la mesa había un estudiante que era admirado por todos por su brillantez, su ingenio y su sofisticación. Esperando impresionarlo y aprovechando un breve silencio, dije: “¡Ninguna persona inteligente hoy día cree en el Dios de la religión!” Él me miró con tristeza antes de contestar: “Por el contrario, actualmente las personas inteligentes son las únicas que creen en Dios,” de buena gana me habría perdido de vista debajo de la mesa.
Tuve, sin embargo, un amigo sabio, un hombre cuarenta años mayor que yo, a quien encontré totalmente convincente. Era el escritor L. H. Myers, descrito en aquel entonces como “el único novelista filosófico que Inglaterra ha producido.” Su obra principal, “La Raíz y la Flor,” no sólo responde muchas de estas preguntas que me atormentaban, sino que transmite una maravillosa sensación de serenidad unida con compasión. Me parecía que la serenidad era el mayor tesoro que uno podía poseer en esta vida y que la compasión era la mayor de las virtudes. Aquí, sin duda, había un hombre al que ninguna tempestad sacudía y que observaba el alboroto de la existencia humana con ojos de sabiduría. Le escribí y me respondió con prontitud. Durante los siguientes tres años, intercambiamos correspondencia al menos dos veces al mes. Le abrí mi corazón, mientras que él, convencido de haber encontrado en este joven admirador suyo a alguien que al fin lo entendía en verdad, respondió de la misma forma. Finalmente nos encontramos y esto consolidó nuestra amistad.
Sin embargo, no todo era como parecía. Comencé a detectar en sus cartas una nota de tormento interior, tristeza y desilusión. Cuando le pregunté si él ponía toda su serenidad en sus libros sin dejar nada para él, respondió: “Creo que tu comentario es astuto y probablemente cierto.” Había dedicado su vida entera a la búsqueda del placer y de las “experiencias” (tanto sublimes como sórdidas, según dijo). Pocas mujeres, de la alta y la baja sociedad, habían sido capases de resistirse a su sorprendente combinación de riqueza, encanto y buen aspecto. Él, por su parte, no tenía razón para resistirse a sus seducciones. Fascinado por la espiritualidad y el misticismo, no había adherido a religión alguna y no obedecía ninguna ley moral convencional. Ahora sentía que estaba envejeciendo y no podía enfrentarse a esa perspectiva. Había tratado de cambiar e incluso de arrepentirse de su pasado, pero era demasiado tarde. Poco más de tres años después de que comenzara nuestra correspondencia, se suicidó.
Mi afecto por él permaneció y, en su momento, le puse a mi hijo mayor su nombre, pero la muerte de Leo Myers me enseñó más de lo que podía aprender de sus libros, si bien me tomó algunos años entender todo su significado. Su sabiduría había estado sólo en su cabeza. Nunca había penetrado su sustancia humana. Un hombre puede dedicar toda su vida a leer libros espirituales y estudiar los escritos de los grandes místicos, pero a menos que incorpore este conocimiento a su propia naturaleza para que la transforme, será estéril. Empecé a sospechar que un simple hombre de fe, orando a Dios con poco entendimiento pero con un corazón pleno, puede que valga más que el estudiante más erudito de las ciencias espirituales.
Myers había sido influenciado profundamente por el estudio del vedanta hindú, la doctrina metafísica central del hinduismo. El interés de mi madre por el raja-yoga ya me había señalado esa dirección. El vedanta se convirtió en mi principal interés y finalmente, en el camino que me llevó al Islam. Esto puede parecer chocante a muchos musulmanes y asombroso para cualquiera que sea consciente de que el fundamento del Islam es una condena inflexible de la idolatría, y sin embargo mi caso no es único. Cualesquiera que sean las creencias de las masas hindúes, la vedanta es una doctrina de unidad pura, de la Realidad única, y por lo tanto de lo que en el Islam se llama Tawhid. Los musulmanes más que cualquier otro, entendemos sin dificultad que hay una doctrina de Unidad subyacente en todas las religiones que han alimentado a la humanidad desde el principio, ya sea que las ilusiones idólatras puedan haberse superpuesto a “la joya en el loto”, tal como en lo individual, la idolatría personal se superpone al núcleo del corazón. ¿Cómo podría ser de otro modo, ya que el Tawhid es Verdad y, en palabras de un gran místico cristiano, “la verdad es innata al hombre”?
Muy pronto terminó mi tiempo en Cambridge y fui enviado al Colegio Militar Real de Sandhurst, del que salí después de cinco meses como un joven oficial supuestamente dispuesto a matar o morir. Para aprender más acerca de las artes de la guerra, fui enviado a lo que se denomina “incorporación” a un regimiento en el norte de Escocia. Allí quedé por cuenta propia y ocupé mi tiempo leyendo o caminando por los acantilados de granito sobre el furioso mar del norte. Era un lugar tormentoso, pero sentía una paz que jamás había sentido antes. Mientras más leía sobre vedanta y sobre la antigua doctrina china del taoísmo, más me convencía de que al fin tenía cierta comprensión de la naturaleza de las cosas y que había visto, al menos en mi pensamiento y en mi imaginación, la Realidad última junto a la cual, todo lo demás era apenas poco más que un sueño. Hasta ese momento no estaba preparado para llamar “Dios” a esta Realidad, mucho menos Al-lah.